Llenos de vacíos
Todo lo que vive se debe alimentar. Sin comer, el cuerpo desfallece. Sin inquietud, el cerebro se agrieta. El vacío nos devuelve vacíos. Sin alimento, no hay vida.
Respecto a la subsistencia del cuerpo, hoy se sabe mucho: necesitamos un permanente y equilibrado trasvase de carbohidratos, vitaminas, fibra, proteínas y minerales para que nuestro cuerpo, básicamente máquina, funcione.
Arriba, en el cerebro, la cosa cambia. Las neuronas, esas que deciden todos nuestros todos porque unen intuiciones con conocimientos, emociones con razones y sueños con realidades, saben tanto de cada uno que son el cada uno. Y sin embargo, respecto a cómo y de qué alimentarlas no existe el menor consenso mundial, nacional, familiar y muchísimas veces incluso personal.
En el hipermercado de la vida, la oferta es tan variada que desborda cualquier opinión. Hay multitud de banderas y de lenguas; un buen surtido de creencias religiosas, políticas, económicas y sociales; infinidad de conocimientos, criterios y métodos; diáspora de sentimientos y actitudes, amores y rencores, tristezas e ilusiones, nostalgias y esperanzas. Hay tanto de tanto que ni el más dotado puede llegara rozar en lo mínimo todo el conocimiento.
Al final, una llega a la conclusión de que el alimento básico del cerebro es la inquietud: por saber, amar, comprender y razonar. Cuando se logra, la digestión es la paz; cuando no, es el vacío.
Ángela Becerra ADN
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